domingo, 2 de diciembre de 2007

DEMOCRACIA FORMAL

Curiosamente, en la sociedad democrática moderna, los estudiosos de la comunicación política deben gran parte de sus conocimientos a Joseph Goebbles, célebre Ministro de Propaganda del gobierno nazi de Hitler. Y, particularmente, una cita suya está tan vigente ahora como entonces: "Una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad".

En este sentido, se ha extendido una mentira que, por ser además políticamente correcta, nadie se plantea si es verdad.

"En Democracia, se dice, el pueblo nunca se equivoca." Esto es, como la evidencia ha demostrado a lo largo de la historia, una falacia.

El pueblo se equivoca. ¿O acaso la colectividad es poseedora de un cierto tipo de infalibilidad que, como individuos no poseemos?

Además, hemos de reconocer que errar es una inevitable característica de los seres humanos. Además solemos hacer de la necesidad virtud y entendemos que cometer errores no es bueno ni malo, es inevitable. Es más, posiblemente aprendamos más de los errores que de los aciertos, ya que nos sirven de acicate, de advertencia y forman parte del proceso de aprendizaje. Lo importante de los errores es que nos han de servir para mejorar, para sacar de ellos una experiencia positiva.

Lo mejor de todo esto, lo más importante y consustancial al ser humano es que nuestros errores son una clara muestra de nuestra capacidad de elegir, de nuestra libertad de criterio, de nuestro derecho a equivocarnos.

Esto, que es válido y generalmente admitido para los seres humanos como individuos, parece que, por arte de magia, desaparece cuando funcionamos como colectividad, cuando en realidad no es así.

Las colectividades, como los individuos, se equivocan. La grandeza de la democracia es que cuando un colectivo se equivoca en democracia, está ejerciendo su derecho a equivocarse en libertad, está declarando su "mayoría de edad" para el ejercicio de su soberanía. No es que los pueblos, en democracia, no se equivoque, es que tienen derecho a equivocarse... y el deber de aprender de sus errores pues, como decía Cicerón "errar es humano, pero sólo los estúpidos perseveran en el error."

En una entrada anterior del blog, ya expresé algunas consideraciones sobre la libertad que no voy a repetir ahora, pero que me van a servir para avanzar en la idea del ejercicio de las libertades democráticas.

Existen dos conceptos que, particularmente, considero indispensables en el ejercicio de dichas libertades:

  • La existencia de distintas opciones para elegir.
  • La formación y la información disponibles para llevar a cabo tal elección.
La democracia es sólo un sistema formal que, sin la existencia de estas características, no serviría para el desarrollo del ser humano en libertad, que es realmente el valor que se persigue. La democracias no es, por tanto, un fin en sí misma, sino un medio para conseguir el desarrollo del hombre en Libertad. Eso sí, es el sistema que, hasta la fecha, mejor ha permitido conseguir dicho fin.

Podemos evaluar cualquier sistema democrático atendiendo a estas características, de tal manera que, según estén presentes, y en qué grado, podemos saber el nivel de democracia de una colectividad.

Podemos ver como, en el caso de Venezuela, por ejemplo, la persecución de medios de información y de organizaciones opositoras llevada a cabo por el Presidente Chavez, hacen que el nivel de democracia "real" sea muy bajo.
Y ahora introduzco una reflexión para el lector. ¿Cómo sería, a la luz de lo expresado anteriormente, la democracia en España o, por ejemplo, el nivel de democracia interna de nuestros partidos políticos? Prometo abordar este tema en entradas sucesivas.
He dicho.

EL ORIGEN MASÓNICO DEL ESCUDO DEL BETIS

DIARIO DE SEVILLA. EMILIO CARRILLO. 30/05/2007
Con motivo de la conmemoración de su centenario, el Real Betis Balompié recibe hoy la Medalla de Oro de la Ciudad de Sevilla, lo que hace de esta fecha una ocasión propicia para abordar un asunto que se ha movido hasta ahora en el ámbito del rumor y sobre el que merece la pena profundizar con rigor: el posible origen masónico del escudo bético.

Como es sabido, el diseño del escudo actual data de 1957, cuando Benito Villamarín confirmó el boceto que le presentó José María de la Concha. Pero éste se limitó a modificar el orden de las trece barras (seis pasaron a ser verdes, cuando antes eran siete) y a alterar sólo la parte superior del dibujo para mejorar la inserción de la corona. Por lo demás, se mantuvieron los trazos y componentes básicos del escudo que el Betis venía utilizando desde 1931, tras la proclamación de la II República.

Este diseño del 31 sí que rompió absolutamente con el tipo de divisa usada hasta entonces –un círculo con las dos iniciales del nombre, la doble b, en el centro–. El detonante del cambio fue un Decreto gubernamental que prohibía la corona en cualquier tipo de emblema. Ante esto, la junta directiva bética no se limitó a eliminarla del escudo, con lo que se hubiera recuperado la divisa fundacional previa a la colocación de la misma, sino que convocó un concurso de diseño al que se presentaron diversos proyectos. Entre ellos resultó seleccionado el de Enrique Añino Ylzarbe Andueza, vocal de la propia junta directiva, que lo dibujó como un triángulo invertido cubierto con trece rayas verdiblancas (siete verdes y seis blancas) y con un rombo menor, con las indicadas iniciales del club, en su parte central superior.
¿Por qué este cambio del círculo al triángulo invertido?; ¿por qué trece barras? Todo puede deberse a cuestiones estéticas; así se ha entendido de modo casi unánime hasta ahora. Sin embargo, cuesta trabajo creer que sólo los gustos del momento provocaran el cambio de un emblema que el Betis lucía casi desde su fundación; máxime en unos tiempos aquellos en los que la solera derivada del año de nacimiento ostentaba gran importancia, incluso como criterio para disputar competiciones. Es en este punto donde aparece la tesis alternativa del origen masónico del escudo bético.
Hay que empezar constatando que el triángulo invertido no es un atributo cualquiera, sino que está cargado de significación. Por definición, el triángulo es la imagen geométrica del ternario, por lo que en el simbolismo numérico equivale al 3, la trinidad (activo-pasivo-neutro). Representa la triple naturaleza del Universo, constituido tradicionalmente por tríadas (hombre-cielo-tierra; padre-madre-hijo; etcétera) y así fue interpretado por antiguas culturas y utilizado como clave de su credo por numerosas religiones. Además, como nos recuerda Juan Eduardo Cirlot, cuando el triángulo aparece invertido se transforma en una alegoría aún más compleja, indicando al menos tres cosas: es signo del agua; expresa innovación y fuerza por la dirección hacia abajo de su punta; y es sinónimo gráfico del corazón. A este triple significado hay que sumar otro, procedente, igualmente, de la antigüedad y rememorado por autores como José María Albert: el triángulo invertido es un trasunto del principio femenino y evoca la matriz, la Gran Madre, la divinidad-mujer que completa la doble y única naturaleza masculino-femenina (el principio hermético de género) del Creador o Principio Único, el Todo, el Ser Uno o Gran Arquitecto del Universo.

A lo largo de los siglos, distintas escuelas iniciáticas y esotéricas han sido muy sensibles a esta carga simbólica del triángulo invertido, presente, por ejemplo, en tumbas de arquitectos y constructores de la Edad Media. De forma muy especial, la masonería lo incorporó plenamente a su estética por medio de la escuadra, que acompaña al compás para dar forma a lo que es su distintivo más reconocido. De hecho, la escuadra, con representación preferente cual triángulo invertido, es la segunda de las tres Grandes Luces, de las que disponemos los seres humanos para orientarnos por el camino de nuestra evolución en conciencia, que iluminan las Logias masónicas (la primera es el V.S.L. –Volumen de la Ley Sagrada–; y la tercera es el compás). Simboliza tanto la rigurosa equidad y constante conciliación entre las oposiciones necesarias que existen en la Logia como la rectitud moral, razón por la cual sus lados son rígidos (vivir según la escuadra). Y se coloca sobre el compás entrecruzada de manera variada, según el grado en que se trabaja y en función del Rito.

¿Y qué tiene ver todo esto con el escudo del Betis? Puede que mucho. A este respecto, no debe olvidarse el momento histórico que vivía España, en general, y la sociedad sevillana, en particular, cuando la entidad verdiblanca hizo suyo el triángulo invertido: aclamación de la República y protagonismo creciente no sólo de fuerzas políticas renovadoras y revolucionarias, sino también de escuelas y corrientes de pensamiento y espirituales que estimaban llegada una nueva época más proclive a sus convencimientos y metas.

En particular, tras la caída de la dictadura de Primo de Rivera y la proclamación republicana, la masonería experimentó un gran resurgir y una enorme euforia. Y, lo que todavía es más notable a los efectos que aquí ocupan, puso en marcha una intensa y amplia operación de salida al exterior, a la luz pública, no tanto por la divulgación de sus creencias y afinidades como por la incorporación de sus símbolos a usos más cotidianos. Por lo que en absoluto cabe descartar que círculos masónicos hispalenses se valieran de su influencia en alza para, con la excusa de erradicar la corona y adaptar el escudo bético a los nuevos tiempos políticos y sociales, incorporar al nuevo diseño una de sus principales señas de identidad: la escuadra, la escuadra bética.

Desde luego, tales círculos masónicos existían en la ciudad y eran muy significativos. Tras la creación, en 1923, por el Gran Oriente de España (GOE) de las Grandes Logias Regionales, Sevilla fue sede de la Gran Logia del Mediodía de España, con jurisdicción en todo el sur peninsular, norte de África y Canarias; y, en 1926, el propio GOE trasladó su sede a la capital hispalense. Igualmente, actuaban en la ciudad un buen número de logias, de perfiles muy diferentes (la Confederación Masónica del Congreso de Sevilla o la Gran Logia Simbólica Independiente de Sevilla, por ejemplo, descollaron entre las más importantes de Andalucía). Y entre sus miembros contaron con personajes tan ilustres como el sevillano Diego Martínez Barrio, ministro del primer gobierno provisional republicano (llegó a ser presidente de las Cortes Generales y de la República en el exilio) y Gran Maestre del GOE, grado que alcanzó tras más de dos décadas de afiliación masónica –ingresó en la masonería en 1908, con el nombre simbólico de Vergniaud, y fue, entre otras cosas, Venerable Maestro de la Logia Isis y Osiris de Sevilla–.

Y con la masonería mantenía lazos significativos la nueva junta directiva del Betis que tomó posesión tras la proclamación republicana. En particular, el que fue su presidente entre 1931 y 1933, es decir, precisamente cuando se eligió el nuevo escudo, José Ignacio Mantecón Navasal, un personaje de gran interés que en el centenario que ahora se celebra debe ser redescubierto por el beticismo y que llegó a ser toda una figura de la intelectualidad española en el exilio, eminente especialista en bibliografía y paleografía.

Nació en Zaragoza en 1902, hijo de un prominente empresario y financiero. Licenciado en Filosofía y Letras, doctor en Derecho y oficial del Cuerpo Facultativo de Archiveros del Estado, fue destinado en calidad de tal al Archivo de Indias, llegando en 1926 a Sevilla (en 1932 pasó a ocupar el puesto de director del Archivo de la Delegación de Hacienda), donde también se hizo cargo de los asuntos jurídicos de la sucursal andaluza de la empresa de su padre, Vías y Riegos. Forjó pronto una buena amistad con Ramón Carande, Federico García Lorca, José de la Peña y Cámara e Ignacio Sánchez Mejías, que le transmitió su pasión por el Betis. Y teniendo una marcada vocación política, claramente orientada hacia el republicanismo de izquierdas, compartió con gente como Martínez Barrio las convicciones republicanas y masónicas.

Con referencia a su republicanismo, ya en la capital hispalense se afilió al partido Acción Republicana –fundado en 1925 por Manuel Azaña y José Giral– y era su máximo dirigente en Sevilla al proclamarse la República y cuando fue elegido, pocos meses después, presidente bético, logrando al año siguiente el ascenso a Primera División –en 1933 lo sucedió Antonio Moreno, con quien el Betis sería campeón de Liga–. En el verano de 1935, Mantecón retornó a Zaragoza, siendo nombrado ya en plena guerra civil Gobernador General de Aragón y, posteriormente, comisario general del Ejercito del Este y comisario inspector del Ejercito de Levante. Tras el triunfo fascista, marchó al exilió. Primero, estuvo un corto periodo de tiempo en París, donde fue secretario general del Servicio de Emigración de Republicanos Españoles (SERE); y en 1940 se instaló definitivamente en México, afiliándose al Partido Comunista de España en 1948. Allí murió en 1982, después de haber dejado como herencia intelectual numerosos publicaciones y adquirir merecida fama de investigador y erudito, ejerciendo de catedrático en la Universidad Nacional Autónoma.

En cuanto a su vinculación con la masonería, está documentada la adscripción a ella de muchos de sus amigos y colaboradores; y su vida y obra y su actividad pública y política también apuntan una estrecha conexión, muy marcadamente durante los nueve años que residió en Sevilla. Sin embargo, quedaba por probar su afiliación masónica. A estos efectos, he llevado a cabo un trabajo de investigación en el que me han sido de mucha ayuda diversas personas y entidades, como la Respetable Logia Masónica Guillén de Montrodón, que me ha facilitado una muy exhaustiva lista histórica de masones aragoneses. Y la información lograda pone de manifiesto que, efectivamente, José Ignacio Mantecón perteneció a la masonería. Específicamente, estuvo adscrito a la denominada Logia Constancia, operativa en Aragón en los años 30. Esta Logia actuó en Zaragoza en una primera etapa, entre 1914 y 1919, con el número 348 del Gran Oriente Español; y lo hizo de nuevo a partir de 1931, registrada en esta segunda época con el número 16 del mismo Gran Oriente Español, trabajando bajo el Rito Escocés Antiguo y Aceptado. Como masón, Mantecón adoptó el nombre simbólico de Prisciliano; y dentro de la Logia citada permaneció en situación de durmiente hasta 1935.

Por tanto, si el triángulo invertido es un signo marcadamente masónico, también fue masón quien presidía el Betis Balompié cuando se adoptó el nuevo escudo. Y en esta clave interpretativa de la conexión entre la simbología masónica y el emblema bético abundan las trece barras que cubren el triángulo invertido, agregadas al emblema a pesar de la superstición que rodea a la cifra.

En la numerología simbólica, el dígito 13 casa sinérgicamente el ternario y la unidad que éste conforma (verbigracia, la tríada padre-madre-hijo configura la unidad de la familia). En el trece, pues, el ternario transita a la unidad por medio del cuaternario. Y, en la interpretación masónica, en él se unen armónicamente el uno –que como indica Emilio Castell, en Claves de la masonería, es la afirmación misma del Ser, de la materia primera de los hermetistas– y el tres –que retorna a la unidad lo que se ha disociado–. En este orden, el 13 es signo de transmutación y cambio, de muerte y nacimiento, de final y nueva reanudación; un antes y un después muy adecuado para reflejar los nuevos tiempos que se vivían por entonces.
En definitiva, el del Betis no es un escudo cualquiera, elegido al azar o por simples gustos estéticos. Se ha mostrado aquí la indudable similitud existente entre su diseño y la simbología masónica; se ha confirmado la influencia que la masonería tenía en Sevilla cuando el escudo se adoptó; y, muy en particular, se ha probado la pertenencia a ella de quien presidía en ese momento la entidad verdiblanca. Con estas bases, adquiere carta de naturaleza, plena de verosimilitud, la tesis del origen masónico del escudo bético.