(Un relato breve de Antonio Hernández Espinal)
Querida Elena,
Después de tantos
meses, he considerado necesario ponerme en contacto con usted por medio de esta
carta.
Hoy hace justo
un año que nos conocemos o, por decirlo con más propiedad, que yo la conocí a usted
Es curioso, pero lo recuerdo perfectamente, a pesar de que en aquel momento no
era consciente de que ese hecho me iba a marcar la vida ¡Tenemos tanto en
común!
Soy una
persona acomodada que he podido organizar todos y cada uno de los aspectos que
rodean mi vida, justo a la medida de mis
necesidades. Tengo un buen trabajo, considerando que un buen trabajo es aquel
en el que me pagan mucho más de lo que quizás merezco por la labor que
desempeño, y que me da suficiente tiempo libre como para no tener que vivir
exclusivamente para trabajar. No trabajo de cara al público, gracias a Dios; nunca
me ha gustado demasiado tratar con la gente. Por eso vivo cómodamente, en una
soledad elegida y bien administrada, en una amplia casa —quizás demasiado para
mí— en las afueras. Soy un hombre cultivado y muy prudente, aficionado a la
buena literatura y usuario diario del transporte público, ya que detesto los
coches y ni siquiera tengo permiso de conducir.
Fue en enero,
me dirigía a mi trabajo en autobús, como hago todos los días. Es la misma línea
26 que ambos solemos tomar y que nos lleva por un interminable recorrido hasta
el centro, donde ambos tenemos nuestro trabajo. Yo suelo cogerlo a las siete y
treinta y cinco y usted lo hace a las ocho y veintidós, puntualmente, todos los
días. Nunca se ha retrasado, ni me ha sorprendido tomando el autobús que pasa cinco
minutos antes, ni el que lo hace cinco minutos después. Siempre el mismo, y eso
la hace aún más fascinante.
Como le decía,
era enero y hacía mucho, mucho frío. Era uno de esos días de enero lluviosos y
desagradables en los que uno está deseando ponerse a cubierto para calentarse
un poco. Son días en los que el obligado tránsito hasta el trabajo, o de vuelta
a casa, se vuelve insoportable, se hace más largo que nunca, si cabe. Y usted
sabe bien que en días así el autobús suele ir repleto hasta la bandera.
A menudo suelo
llevar algún libro a mano pero en esta ocasión no llevaba nada, así que me
dediqué, como he hecho tantas veces, a observar a las personas que abarrotaban
aquel autobús. Las juzgo en silencio y aventuro cómo serán sus vidas. Me gusta
sacar conclusiones según los hábitos que observo en ellos. Si leen tal o cual
cosa, si se quedan dormidos; veo cómo visten cada día o si juegan o hablan por
el teléfono móvil.
He de
confesarle que soy terriblemente bueno en esto. Me imagino, por ejemplo lo
aburrida que tiene que ser la vida de esa señora que, desde que la conozco, lee
novelas de amor sentada en el autobús. Cuando hablo de novelas de amor, no me
refiero a grandes obras de la literatura universal, como “Desayuno con
diamantes”, “Lolita” o “Cumbres borrascosas”. Me refiero a esas novelillas de
poca calidad que suelen tener dibujos, en la portada, de hombres musculosos, con
el torso desnudo y moreno, que abrazan a mujeres vestidas como si se hubieran
escapado de “Lo que el viento se llevó”, que se ofrecen lánguidas, presas de un
amor arrebatado y pecaminoso. Todo sobre un fondo de acantilados en un
atardecer con tormenta. —¿Por qué dibujan a estos señores con el torso desnudo,
con el día tan feo que hace?— No sé si se habrá percatado de la existencia de
esa señora, de que ella nunca se arregla, ni se pinta, y lleva años con la
misma ropa, pero se entrega con fruición a la lectura de esas novelillas, para huir,
sin duda, de una vida aburrida y sin emociones. Una vez se me sentó a mi lado y
pude comprobar, con desagrado, que huele a gato. Un olor insoportable y
penetrante que no puedo resistir, le confieso. Sin duda vive sola,
probablemente acompañada por uno o más felinos. En fin, esta mujer desagradable
y solitaria no viene al caso, sólo quería ilustrarle mi afición a observar a
las personas cuyos destinos convergen por azar con el mío, unos minutos, en el
autobús de la línea 26 y que me ayudan a matar el tiempo que tengo que invertir
obligatoriamente en mis traslados.
Pero aquel
maravilloso día de enero fue diferente porque usted entró en mi vida. Fue, como
tienen que ser las sorpresas agradables, sin avisar. Fue como un rayo de sol en
aquel día lluvioso. Desde entonces, los viajes en la línea 26 no han vuelto a
ser los mismos.
La verdad es
que no la vi entrar. Había demasiadas personas en el autobús aquella mañana y
yo estaba sentado en el fondo, pendiente de la conversación de una muchacha vulgar
y gritona con el que supuse que era su novio. Cuando me aburrí de la
conversación empecé a mirar al resto del pasaje, pero no encontré a nadie que
captara mi atención.
Buscando algo
que me ayudara a matar el tiempo alcancé a ver, por fin, su reflejo en el
cristal. Aquella visión fue hipnótica, fue una revelación, una epifanía. Su
imagen aparecía desdibujada, cambiante, pero intuí su belleza, su piel rosada y
pálida y aquellos rizos anaranjados con que tanto he soñado desde entonces.
Quería ver su imagen nítida, pero se me escapaba, a veces por el efecto de las
luces de la ciudad, que igual me la revelaban con claridad un instante, que la
oscurecían o la teñían de colores imposibles, como si se hubiera escapado de un
cuadro de Chagall. Su reflejo se iba desfigurando por el efecto de las gotas de
agua que salpicaban aquel cristal grabado —no lo olvidaré nunca—con el letrero
de “Romper en caso de emergencia”, que se exhibía como una amenaza, puesto que
en aquel momento aquel cristal era la bola mágica que unía mi mundo con el
suyo. Si se rompía, aunque fuera por una emergencia real, como un incendio o un
accidente, usted y yo podríamos quedar separados para siempre y ese pensamiento
me angustiaba y me hacía sentir deseos de detener el tiempo, si eso hubiera
sido posible.
El autobús se
detuvo y usted se levantó por fin. Pude verla en todo su esplendor. Comprobé
que aquellos rizos dorados que tanto me habían cautivado estaban, en realidad,
mojados y pegados a su cabeza. Se le había corrido el maquillaje y tenía la
ropa mojada y pegada al cuerpo —su cuerpo menudo y torneado fue para mí una
revelación. Aquella visón duró tan sólo unos segundos, hasta que llegó a su
parada, pero su imagen permaneció en mis retinas toda aquella jornada e,
incluso, aquella misma noche. No piense mal de mí, me limitaba a rememorar aquel
viaje en la línea 26 y de cómo usted había venido a romper el habitual hastío y
la monotonía. Yo no la llamé, pero irrumpió en mi vida y la cambió para
siempre.
A la mañana
siguiente me desperté como un niño en su primer día de colegio, expectante. Volví
a tomar el autobús temiendo no volver a verla, enumerando mentalmente las
muchas razones que podían hacer que no volviéramos a coincidir. De hecho, yo
tomaba todos los días el 26 a la misma hora pero jamás antes la había visto, y
eso no era una buena señal, puesto estaba convencido de que, de haberlo hecho,
habría reparado sin duda en su presencia —ya le he comentado lo buen observador
que soy y cómo suelo reparan con detalle en todos mis insignificantes
compañeros de viaje.
Pero allí
estaba usted, puntual, como siempre desde aquel día. No fallaba usted ni una
sola vez a nuestra cita.
Intenté no
perderla de vista cada día desde entonces. Procuraba ocupar algún asiento que
me permitiera observarla con detenimiento, memorizar cada uno de sus detalles,
de sus gestos. Durante aquellos meses aprendí a apreciar su buen gusto por la
buena literatura, la exquisitez de sus movimientos, la deliciosa forma en que
le gustaba pasar desapercibida reservándose, sin duda, sólo para mí.
Aquel invierno
leyó usted “Sabor a chocolate”, una interesante novela de José Carlos Carmona,
un relativamente conocido autor español. Recuerdo que me fijé en que no llevaba
alianza, lo que no significaba necesariamente que no estuviera casada. Pero me
descubrí contento y aliviado por pensar que usted era libre, libre como yo.
En primavera,
leyó usted “El Gran Gatsby”, de Scott Fitzgerald. Yo disfrutaba con sus blusas
y agradecí, enormemente, que el clima nos hubiera librado a los dos de unas
ropas de abrigo que la ocultan y que no le hacen justicia. En aquella época
reparé en que de su cuello pendía un colgante con la letra “E” y estuve semanas
elaborando listas, aventurando cual sería su nombre: Edurne, Edelmira, Edna,
Eduvigis, Esther, Eleonor, Eloisa o, quizás, el más moderno y desgraciadamente
de moda en la época en que sus padres decidieron cómo llamarla, Elisabeth. No,
no podía ser Elisabeth. Usted no se merecía llamarse así.
Imagino que
puede estar preguntándose por qué no la abordé, ni intenté entablar
conversación. La verdad es que yo sabía que usted había reparado en mi
existencia. Alguna vez nuestras miradas se habían cruzado en el autobús. Cuando
eso ocurría, yo fingía recorrer el interior del vehículo con la mirada, fijando
la vista en otras personas, a pesar de que ya no me importaba nadie más que usted
Me sabía patético y sé que jamás la pude engañar con ese ardid, pero
comprenderá que no sabía cuál iba a ser su reacción y no quería, no podía
permitirme perturbar, de aquella manera, la relación que habíamos forjado día a
día, en aquel autobús de la línea 26.
A veces, el
azar hacía que se sentara a mi lado, lo que yo solía recibir con tal
estremecimiento, que temía que usted se percatara y saliera huyendo de mí. Pero
eso nunca ocurrió. En esos días me deleitaba con su suave y grácil movimiento
de manos, con sus uñas cuidadas y pintadas, con su magnífico gusto para elegir
sus pulseras o su reloj pero, sobre todo, me embriagaba de su perfume, aquel
perfume sutil que tenía el poder de trasportarme a otros mundos, que me hacía
vivir una vida que no era mía. Un perfume que usted dosificaba, sin duda, con
el mimo necesario para que no fuera agresivo, sino sugerente.
Le confieso
que, la primera vez que lo olí, dediqué toda la tarde a buscarlo en unos
grandes almacenes. Fue una tarea durísima en la que, sin duda, mi pituitaria
tuvo que sufrir un sinfín de aromas arrogantes y ofensivos, hasta que di con
él, entre otros muchos de una estantería. “Luz” de Victorio & Luccino, en
aquel envase transparente y redondo, decorado con tres letras serigrafiadas en
rojo sobre. Cuando acerqué el ridículo cartoncito que dispensan para las
pruebas, su olor me transportó a aquel autobús de la línea 26, junto a usted,
leyendo “Libertad” de Jonathan Franzen. Le confieso con rubor que compré un frasco.
Quizás piense que mi comportamiento fue un poco enfermizo pero debe tener
presente que aquel recipiente era lo único que nos mantenía unidos a los dos,
las muchas horas que teníamos que pasar separados y que se me antojaban
eternas. Debería haber intuido que un perfume con ese nombre era el suyo. Luz.
Exactamente lo que usted representaba para mí en todos mis amaneceres de
autobús, oscuros y lóbregos. Para mí, amanecía cada día exactamente a las ocho
y veintidós.
A final de la
primavera, la sorprendí leyendo “La Crónica del pájaro que le da cuerda al
mundo” de Murakami; o mejor debería decir que fue usted quien me sorprendió a
mí. Habíamos compartido el mismo gusto por todos aquellos títulos con que usted
se deleitaba durante sus viajes en autobús, pero nunca pensé que podría ser
aficionada a la literatura oriental, tan lejana a nuestra cultura. No lo dudé
ni un instante y me compré el libro esa misma tarde, lo que, sin duda, fue una
de las decisiones más acertadas de toda mi vida. No sólo porque me descubriera usted,
sin saberlo, un autor interesante y me abriera nuevas perspectivas literarias,
sino por lo que ocurrió cuando se dio cuenta de que estábamos leyendo el mismo
libro en el autobús —aunque yo prácticamente no leía nada y me limitaba a
observarla pasar las hojas, apartarse el pelo de la cara, morderse
delicadamente el labio inferior…— Usted
aquella mañana de mayo, me deleitó con su sonrisa y yo, instintivamente,
ruborizado, se la devolví. Fue sólo un instante fugaz, quizás no llegara si
quiera a un segundo, una fracción insignificante de una vida humana, pero para
mí fue más que suficiente. Nunca me he sentido tan cerca de alguien, en una
comunión tan absoluta como en aquella milésima de segundo, cuando se
entrecruzaron nuestras sonrisas cómplices, gracias a Murakami.
El once de
junio salí tarde de trabajo y, como si el destino nos hubiera unido a los tres —a
usted, a mí y a la línea 26 del autobús urbano— coincidimos también en el viaje
de vuelta. Tenía aspecto de estar cansada, aunque su luz se abría paso frente
el agotamiento. Se bajó en su parada habitual y echó a andar en dirección a los
edificios. No lo dudé, pero le confieso que tampoco lo tenía pensado. Fue un
acto reflejo, un movimiento instintivo. Algo tiró de mí, salté como impulsado
por un resorte y me deslicé furtivamente detrás suyo. Mantuve prudentemente
cierta distancia, por miedo a ser descubierto. Esa tarde marcó un punto de
inflexión en nuestra relación. Por fin iba a conocer su refugio, su hogar,
donde pasa las horas que no está conmigo —si ignoramos, evidentemente, las que
pasa trabajando.
Era una típica
urbanización de las afueras, de altos edificios, de personas jóvenes que viven
unas ajenas a las demás. En fin, usted sabe perfectamente donde vive. Entró en
un portal y anoté mentalmente el número. Debe saber —no sé si lo habrá
arreglado su Comunidad después de tantos meses— que tienen la puerta de la
calle averiada. Se lo aviso porque desde aquel día me perturba que cualquier
desaprensivo pueda seguirla hasta su domicilio. ¡Y yo no estaría con usted para
socorrerla! Le confieso que este pensamiento me ha amenazado desde entonces y
que, alguna vez, me he bajado en su parada sólo para comprobar que usted
llegaba bien a casa.
Me acerqué al
ascensor, donde se había subido y comprobé que se detenía en la planta diez y
seis. Me imaginé que usted no se sentiría a gusto viviendo en una planta tan
alta. Yo, desde luego, sería incapaz de hacerlo y por eso me compré una casa en
las afueras que, si bien es verdad que me obliga a estar metido en el autobús bastante
tiempo, me permite vivir sin preocuparme por los siempre molestos vecinos.
Calculé mentalmente: el edificio tenía 18 plantas; a 4 viviendas por planta son
un total de 72 viviendas, que con una media de 3 miembros, hacen un total de
213 insufribles vecinos, que no eran capaces de arreglar el mísero portal de la
entrada.
Este
razonamiento me alarmó porque, según las estadísticas, en su piso deberían
vivir también tres personas, lo que significaba que usted no viviría sola y que
—desde que descubrí que no llevaba alianza, me había relajado y nunca había
vuelto a reparar en ello— usted podía estar casada e, incluso tener algún hijo.
Me acerqué casi perdiendo el sentido hacia los buzones y busqué,
inmediatamente, los que correspondían a la planta 16. Enseguida me tranquilicé,
allí estaba usted, sin duda, “Elena García Fernández”, sola en su buzón, como
invitándome a pasar.
Elena, tenía
que ser Elena, me fui pensando mientras volvía a mi casa en el 26. Nombre de
origen griego que significa “la que resplandece”, rezaba en la palma de mi mano
la respuesta a la pregunta que había lanzado en Internet. Usted era perfecta en
todo, también en el nombre.
Los siguientes
días del mes de julio coincidimos, como siempre, en nuestro viaje matinal, pero
me acostumbré a almorzar en el centro y esperar unas horas haciendo tiempo,
mientras la esperaba para que volviéramos juntos a casa, ya bien entrada la
tarde.
El mes de
agosto se me hizo eterno, interminable. Intentaba pensar si habría alguna forma
de localizarla en su lugar de vacaciones pero, lamentablemente no encontré
ninguna. No me quedó otro remedio que montarme todas las mañanas en el mismo 26
donde habíamos forjado nuestra relación. Debido a que yo también estaba de
vacaciones, y que ya no tenía que trabajar, resultaba un poco tedioso hacer
tiempo hasta la tarde por si la veía montarse de nuevo en el autobús.
Finalmente, tomé la decisión de esperar junto a su casa, en el parque que hay
junto a su edificio, esperando a verla a usted o, al menos, a descubrir una
señal que me indicara que, por fin, había vuelto. No fue fácil, aunque encontré
fuerzas de flaqueza, esperando a que
usted apareciera. Sabrá muy bien que aquel parque está un poco huérfano de
sombra y, en algunos momentos, el calor que pasaba esperando al sol, llegaba a
resultar ciertamente sofocante.
Po fin llegó
septiembres y allí estuvo usted de nuevo, puntual en nuestro autobús número 26
de las ocho y veintidós de la mañana. Observé que tenía el pelo algo más largo
y la piel, quizás menos pálida, pero no había perdido nada del encanto que me
llevó, aquel día de enero, a fijarme en usted. Leía “La guerra del fin del
mundo” del genial peruano Mario Vargas Llosa y volví a sentirme en comunión con
usted.
Las siguientes
semanas fueron maravillosas y retomamos nuestra relación justo en el punto en
el que la habíamos dejado hacía poco menos de un mes.
Sin embargo,
un buen día, usted me dejó. Fue el momento más triste de mi vida y, creame, si
le digo que, desde entonces, me cuesta encontrar una razón para seguir viviendo.
Fue un 13 de octubre el primer día en que usted falló a nuestra cita puntual en
el 26. Y, después de aquella fatídica cifra, hubo un catorce y un quince, llegó
noviembre y pasó diciembre, y nunca más volvimos a vernos. Allí estábamos yo y
aquella señora leyendo una novela de amor, con una portada diferente, y sin
embargo igual a todas las que le había visto antes.
Por eso le
escribo esta carta, a aquella dirección que furtivamente encontré aquel día en
que la acompañé a su casa. No podía pasar un mes más sin saber de su
existencia, aunque eso significara revelarle la mía.
Mañana tomaré,
puntual como siempre, el autobús de la línea 26 a las siete treinta y cinco y,
a las ocho y veintidós, la estaré esperando. Si usted quiere, podemos hablar.
Soy un gran conversador, a pesar de no tener, la verdad, demasiadas personas
con quienes cultivar el placer de una buena charla. Si usted quiere, ignóreme.
Retomemos nuestra relación en los mismos términos en que la dejamos.
Pero, por
favor, no vuelva a dejarme solo, como hizo aquel día, maldita sea la hora, en
que decidió comprarse un coche.