lunes, 26 de julio de 2010

El abuelo masón de Zapatero

El expediente que acredita la pertenencia del capitán Lozano a una logia fue sellado en Gijón en 1933


Al presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, el talante le viene de familia. Hay un capítulo de la vida de su abuelo el capitán Juan Rodríguez Lozano que avala su carácter pacífico y su búsqueda del entendimiento. El abuelo de Zapatero fue masón bajo el seudónimo de «Rousseau». Su pertenencia a la masonería queda acreditada con un documento sellado en Gijón, sede de la Gran Logia del Noroeste de España, en 1933, que acaba de ver la luz: «Sabed que nuestro querido hermano Juan Rodríguez Lozano, simbólicamente Rousseau, que firma al margen, es un francmasón regular recibido como aprendiz grado 1.º por la Respetable Logia Emilio Menéndez Pallarés número 15 de los Valle de León de la obediencia de esta Gran Logia Regional, y como a tal le recomendamos a vuestro favor y protección», reza el documento.

El asturiano Víctor Guerra, masón de la Logia del Gran Oriente de Francia, ha analizado para LA NUEVA ESPAÑA el documento asturiano que acredita la pertenencia a la masonería del abuelo de Zapatero. «Se ha escrito mucho sobre la pertenencia a la masonería de la familia Zapatero; no es un tema que haya explorado demasiado, pero por lo que me consta fue más bien algo anecdótico», señala. «Él pertenecía a un triángulo de León y Gijón, era la sede de la Gran Logia Regional del Noroeste, que agrupaba las de Asturias, Galicia, Cantabria y León, de ahí que el documento esté sellado en Gijón», explica. En 1933, fecha en la que el abuelo de Zapatero firma el documento, el gran maestre de la Gran Logia Regional del Noroeste era el gijonés Rogelio García, según explica Guerra, que puntualiza que otra de las personas que aparecen en el documento es el secretario, Antonio López del Villar. Sobre la Logia Menéndez Pallarés a la que pertenecía el abuelo de Zapatero, Víctor Guerra cuenta que «durante la II República sólo existió en León capital el Triángulo Libertad número 3, que en diciembre del 1932 tenía siete miembros y que se convirtió en la Logia Menéndez Pallares número 15 a mediados de 1933 y el número documentado de hermanos masones fue de quince apenas, incluyendo esta cifra a los que ya se habían dado de baja en diciembre del año 1931».

Sobre los vínculos del presidente Zapatero con la masonería se ha escrito mucho, pero lo único cierto, como puntualiza Guerra, es que su abuelo fue masón durante un breve período de su vida, puesto que el capitán Lozano fue ejecutado en 1936 por los sublevados en la Guerra Civil, un capítulo al que se ha referido en numerosas ocasiones el presidente del Gobierno. Eso sí, el capitán Lozano estaba orgulloso de su pertenencia a la masonería, y así lo manifestó antes de morir. Cuando ya estaba convencido de cuál iba a ser su final, decidió cerrar voluntariamente su comparecencia ante el juez militar que firmó su sentencia declarando que pertenecía a la masonería, aunque en ningún momento se le había preguntado por esta cuestión.

El historiador de la masonería Pedro Álvarez Lázaro tiene una publicación titulada «El abuelo masón de Zapatero» en la que desmiente que el ascendente del presidente del Gobierno hubiese adquirido un «inimaginable poder de influencia» dentro de la masonería, como ha trascendido en algunos círculos. «Juan Rodríguez Lozano ingresó efectivamente el 23 de agosto de 1933 en la Logia Menéndez Pallarés y llegó al estadio de compañero masón el 4 de diciembre de 1935», explica el historiador de la masonería Pedro Álvarez Lázaro. Este fue el máximo cargo que ostentó en la logia el abuelo del presidente del Gobierno. «En sus dos años de afiliación no pasó del segundo grado, no asumió cargo ni responsabilidad alguna en su logia madre, y no desempeñó actividades masónicas conocidas», concreta el historiador, que considera este episodio «una trayectoria sustancialmente anodina e intrascendental para su vida militar y política». Es más, según explica, «dada la insignificancia masónica de Juan Rodríguez Lozano, ni siquiera fue recogido su nombre por Manuel de Paz en su imprescindible diccionario "Militares masones en España"».

lunes, 19 de julio de 2010

“No se meta en política”

ANTONIO HERNÁNDEZ ESPINAL - CAMBIO 16 - 19/07/2010

Dicen que el Dictador Francisco Franco solía utilizar esta frase para aleccionar a sus ministros. Sea o no verdad, la cita se ha convertido en toda una declaración de intenciones del régimen que mantuvo atenazado a nuestro país durante cuarenta años. Hoy, lamentablemente, parece estar tan vigente como entonces.

En el último barómetro del CIS, de abril del presente año, “La clase política, los partidos políticos” es el tercer problema que perciben actualmente los españoles, desbancando en tan sólo un año nada más y nada menos que a la inseguridad ciudadana o al terrorismo de ETA.

Por otra parte, hace pocos meses, el periodista Daniel Montero publicó un libro titulado “La Casta”, en el que, entre peligrosas generalizaciones, medias verdades y mentiras descaradas, se arremete brutalmente contra los políticos de nuestro país acusándolos de un sin fin de abusos, privilegios y corruptelas de todo tipo. De hecho, es más que habitual escuchar, en debates, tertulias y cenáculos, afirmaciones del tipo “todos los políticos son iguales” o, a veces, con mayor concreción, “todos los políticos son unos corruptos”. Continuas apariciones de noticias sobre casos de corrupción en los que están implicados políticos, como el Gürtel, y, todo hay que decirlo, la “estrategia del ventilador” que muchos Partidos ponen en marcha cada vez que son afectados por un problema de este tipo, no hacen más que perjudicar la imagen de la que debiera ser una de las actividades más respetadas y reputadas en una sociedad sana.

La Democracia que, aunque imperfecta, es el único sistema que permite a los seres humanos tomar las riendas de su destino en común, necesita de personas que se dediquen a la Política. Personas que, en su inmensa mayoría, están motivadas por ese sentimiento que tan elocuentemente describía el shakesperiano Hamlet de que "el mundo está desquiciado, ¡vaya faena haber nacido yo para tener que arreglarlo!." Porque la Política no es sólo la que desarrollan los concejales imputados en casos de corrupción, es también la de centenares de concejales no liberados que trabajan, sin percibir ni un euro a cambio, por el bienestar de sus vecinos en la mayoría de los pueblos de España. También se dedican a la política los miles de militantes y simpatizantes de los Partidos, que dedican gran parte de su tiempo libre con el único objetivo de construir una sociedad más justa, más igualitaria y más solidaria: una sociedad mejor.

Por eso creo que, ahora que los políticos se han convertido en “sospechosos habituales” de todos los males que atenazan a los ciudadanos, hace falta reivindicar la nobleza de la actividad política. Debemos pensar que la Política suele ser atacada por los enemigos de la Democracia, y que no lo hacen de forma desinteresada. No nos debemos dejar llevar por la imagen distorsionada que nos proporcionan los medios de comunicación, en el ejercicio de una función muy beneficiosa para la sociedad por otra parte, al destacarnos los casos de corrupción en los que están implicados los políticos. Es evidente que hay políticos corruptos y también es evidente que la corrupción en el ejercicio del servicio público es algo deplorable pero ¿no es éste un defecto desgraciadamente muy común entre nuestros congéneres? ¿Podemos afirmar que este defecto es propio de la política y no está extendido en todas las actividades humanas? ¿Hay, proporcionalmente, más políticos que vulneran la ley que empresarios, banqueros o vendedores de fruta? ¿O es que simplemente son más reprochables y llamativos y por eso los medios de comunicación les colocan la lupa encima? Los ciudadanos deberíamos intentar evitar dejarnos llevar por generalizaciones maniqueas, aunque ayudaría bastante, todo hay que decirlo, que los políticos hicieran un esfuerzo por evitar el corporativismo y colaboraran para que cayera sobre los corruptos, sean del signo que sean, todo el peso de la ley.

El desafecto que los ciudadanos sienten hacia los políticos debería abrir un profundo debate en el seno de los Partidos que, probablemente debieran también abrirse más a la ciudadanía y ofrecer una imagen menos monolítica y opaca. Es probable que haya llegado el momento de avanzar en la democracia interna de nuestros Partidos, en pro de la salud de nuestra Democracia.

Ojalá algún día la política no sea una parcela exclusiva de un grupo de personas. Ojalá todos los ciudadanos participaran activamente en política desde la sociedad civil, ejerciendo una de las mejores formas de dedicarse a la Política: la ciudadanía.

Si todos pusiéramos de nuestra parte no dudo que la Política volvería a ser percibida, como expresaban las primeras Constituciones de la Ilustración de forma tan hermosa, aunque lamentablemente en desuso, como la actividad que trabaja para hacer más felices a los ciudadanos o, al menos, para establecer las condiciones que permitan que cada uno de nosotros o nosotras pueda buscar su propia felicidad.

Creo que la Política merece el mayor de los respetos aunque, quien no lo comparta, quizás prefiera que su destino sea dirigido, de nuevo, por alguien que no se meta en política.

jueves, 15 de julio de 2010

Viene Benedicto

EL CORREO - JAVIER OTAOLA - 7/7/2010

«Ciertas posiciones pretenden que ignoremos la Constitución y reclaman para la confesión católica poder para determinar la estructura social y política»

Benedicto XVI vendrá -Dios mediante- a España el 8 y 9 de noviembre de este año. Está previsto que consagre el templo de la Sagrada Familia del genial Gaudí, en Barcelona; es probable que también peregrine a Santiago de Compostela en este Año Santo, todo lo cual es muy pastoral y legítimo, pero es inquietante ver cómo, con motivo de este acontecimiento, algunos sectores ya están calentando motores y quieren dar a la próxima visita papal un objetivo descaradamente político y partidario, de reconquista del discurso confesional, con aire de cruzada anti-laicidad.
La sociedad española que recuperó las libertades públicas en 1978 viene de un largo período liberticida en el que se construyó un discurso público antimoderno, antiilustrado y antidemocrático que ha troquelado, a su modo, nuestra sociedad con efectos duraderos que todavía padecemos. A pesar del mandato constitucional de 1978 que proclama la aconfesionalidad del Estado y la libertad religiosa y de conciencia de todos los españoles, ciertas posiciones pretenden que ignoraremos la Constitución y reclaman para la confesión católica no ya la libertad, que le es debida, sino el rango de institución pública que desborda las creencias particulares y subjetivas, con poder para determinar la estructura social y política de España como nación y por lo tanto también los fines del Estado.
Sería patético que Benedicto XVI hiciera el juego a ese propósito porque haría un flaco favor a la Iglesia, a los católicos y a todos los españoles. Ese discurso, antiliberal y antidemocrático, reivindica una especie de vigencia mítica y eterna del Concilio III de Toledo, -¡¡¡año 589!!!-según el cual el cristianismo-católico se constituye en elemento esencial de la nación española -Gothia-, y se opone así frontalmente al marco constitucional, liberal y democrático, de 1978.
Vivimos tiempos complejos, de esos que Salvador Pániker considera propicios a las identidades mestizas, en los que muchos queremos ser a la vez tradicionales e ilustrados, comunitarios y cosmopolitas, espirituales y hedonistas, progresistas y ecológicos. De un lado, asistimos a un retorno de la religión, que ya fue pronosticado por autores como Gianni Vattimo, Hans-Georg Gadamer, Eugenio Trías y otros (Trías, Eugenio, 1977). Esa vuelta de lo religioso está relacionada con genuinas necesidades humanas -que muchos reclamamos-; pero por otro lado, esas demandas se manifiestan de una manera herética, plural, libérrima, muchas veces al margen de las iglesias; además, es evidente, para el que quiera ver, que asistimos a una secularización mayoritaria de las identidades personales, de las formas familiares, incluso de la espiritualidad y por supuesto del pensamiento científico y filosófico, el tiempo libre, la moral sexual, los gustos estéticos, las ciencias sociales y las opciones políticas, al menos en Europa.
En la mayoría de los movimientos laicistas he descubierto no sólo una propuesta jurídico-política al servicio de la libertad sino algo más: una especie de laicidad confesante, con su propia 'espiritualidad', una forma de religión por defecto que se ve a sí misma como la única cosmovisión digna de ser reconocida por los poderes públicos. Yo, por mi parte, creo que lo que necesitamos es otra cosa: una laicidad mediadora que se defina como fórmula jurídico-política orientada a garantizar la libertad de conciencia y de religión, al mismo tiempo que construye un espacio común a todos -creyentes e increyentes, espiritualistas y ateos- en cuanto unidos por el vínculo común de la ciudadanía.
Uno de los motivos por los que la 'laicidad' no logra un consenso pacífico y generalizado entre nosotros, además de por la escandalosa mala fe de algunas posiciones confesionales, es, también, por la manifiesta incapacidad para explicar y proponer una laicidad integradora. Es por eso que no comparto la posición antipática y 'enragée' de algunos sectores laicistas que protestan ante la próxima visita papal. Yo me alegro de que venga, que hable y que escuche, no sólo a su grey, que está ya de antemano entregada, sino también a todas las voces independientes que se manifestarán a su paso.
No es tiempo de volver a la decimonónica 'cuestión religiosa', pero no podemos dejar sin respuesta el papel político que las religiones organizadas quieren -de nuevo- tener en Europa y en el mundo y tenemos que hacerlo de acuerdo con lo que hoy -siglo XXI- somos: menos sectarios, más mestizos y más sabios. Vivimos en un escenario post-secular (Habermas) que nos exige la creación de condiciones de mutuo reconocimiento, co-implicación (Andrés Ortiz-Osés) y convivialidad crítica, en el que los poderes públicos garanticen mediante su neutralidad que cada uno de nosotros puede vivir su vida, personal y socialmente, de acuerdo con sus opciones religiosas o filosóficas, y todos podamos encontrarnos 'fraternalmente' en el vínculo común de nuestra ciudadanía.
La libertad de conciencia y de religión no es sino el derecho de cada uno de nosotros a «vivir y comportarse de acuerdo con las propias convicciones y creencias», lo que supone también la libertad de «expresar» -de manera individual o colectiva- la religión o las convicciones propias. Los únicos límites de ese derecho son el orden público y los derechos de los demás. La libertad religiosa no incluye por lo tanto el derecho de las religiones positivas de «estructurar el orden político, sociocultural y moral de toda la sociedad» (Rafael Díaz-Salazar).
Valoro en mucho que haya sido precisamente Ratzinger, en diálogo con Jürgen Habermas, quien -en un ejercicio de humildad infrecuente en Roma- haya reconocido la necesidad de construir entre todos - y ¡todas!- un «consenso ético de fondo», en el que se tenga en cuenta lo que el Papa llama la «aportación» de la religión. Ese consenso ético de fondo es lo que entre nosotros y con otras palabras ha definido José Antonio Marina como el 'marco ético' al que las propias religiones deben someterse, es también esa 'justicia como equidad' de la que habla John Rawls.
Para que haya consenso, es decir, mutuo consentimiento, ese marco ético tendrá que hacerse con diversas y contradictorias aportaciones, con respeto crítico pero sin paternalismos, distinguiendo lo político de lo personal, lo social de lo individual, dando cancha a religiosos e irreligiosos, místicos y ateos, varones y mujeres, espiritualistas y racionalistas, 'justos y pecadores'», o sea, de verdad, entre todos, con razones y argumentos asequibles para todos.
Benedicto, bienvenido.

jueves, 8 de julio de 2010

lunes, 5 de julio de 2010

Internet supera en penetración a la prensa



Acaban de salir los datos de la segunda oleada de 2010 del EGM, el Estudio General de Medios. La lectura oficial dice que la penetración de Internet (medida en usuarios diarios), sube hasta el 36,8 de la población mayor de 14 años, mientras que la de la prensa baja hasta el 38,8, todavía dos puntos por encima. Pero eso son medias. Yo tuve un profesor de estadística holandés que decía siempre que el holandés medio tenía un pecho y un testículo. Y que como no había visto nunca ninguno así, no se fiaba mucho de las medias.

Si abrimos el dato por rangos de edad nos encontramos que internet supera en penetración a la prensa en todos los rangos hasta los 45 años.

segunda oleada egm 2010
Si miramos la audiencia acumulada, Internet supera a la prensa en prácticamente todos los cortes, incluso considerando toda la población menor de 65 años. Mucho más en los targets comercial (14-54) y core target comercial (14-44).
segunda oleada egm 2010 rangos
Pero, además, Internet también supera a la prensa en penetración en público femenino (31,7 contra 31,4) y en clases alta y media alta. Señores, el sorpasso ya se ha producido.

sábado, 3 de julio de 2010

Al César lo que es del César...

Antonio Hernández Espinal - El Correo de Andalucía - 03/07/2010

La laicidad es un concepto que nace con la Ilustración y cuyo primer antecedente doctrinal serio es el precepto Etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera) que fue propugnado por Hugo Grocio en el siglo XVII y salvó a Europa de la autodestrucción provocada por las guerras de religión.

Posteriormente, ya en el siglo XIX, en el marco de la III República Francesa (cuna europea de la laicidad), este principio se plasma por fin en el ordenamiento jurídico como esencial al estado democrático. En España, como expresión de nuestro hecho diferencial y, probablemente por la deriva tradicionalista experimentada a lo largo de gran parte de los siglos XIX y XX, los débiles, y a menudo radicales, intentos de crear un estado laico de la II República Española se ven, como otros tantos avances, definitivamente truncados por el golpe de estado de 1936 y la Dictadura nacional-católica de Franco.

A estas alturas, esta cuestión debería estar ya, con creces, asumida y regulada en todos los países civilizados. Sin embargo, parece ser todavía en pleno siglo XXI una asignatura pendiente, como se puede deducir de las noticias aparecidas recientemente.

Desde la polémica generada en torno al uso del burka, o la sentencia del Tribunal de Estrasburgo relativa a los crucifijos en las aulas, pasando por el más reciente Manifiesto por la Laicidad de la Masonería Liberal Española, que preconiza un replanteamiento de las relaciones entre la Iglesia católica y el Estado español o el Decreto sobre el nuevo reglamento de honores y protocolo militar, que ha suscitado tanta polémica durante la celebración del Corpus y, principalmente, la inminente salida a la luz de una nueva Ley de Libertad Religiosa, hacen que la cuestión de la laicidad del estado español se encuentre, si no en primera línea, por causa de la crisis económica, sí entre los temas que próximamente van a ocupar la agenda política del país. Y quizás sea este el momento de alcanzar el debido punto de equilibrio que ha faltado en estos treinta años de democracia.

La libertad de pensamiento, de conciencia y de religión está recogida en el Artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Además, este precepto forma parte de nuestro ordenamiento jurídico, desde el mismo momento en que es suscrito casi literalmente por la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, donde se establece que “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión. Este derecho implica la libertad de cambiar de religión o de convicciones, así como la libertad de manifestar su religión o sus convicciones individual o colectivamente, en público o en privado, a través del culto, la enseñanza, las prácticas y la observancia de los ritos.”

La laicidad aparece también recogida en nuestra Constitución donde, además, se especifica cómo debe desarrollarse la aconfesionalidad del estado (que ha sido asimilada a la laicidad por la doctrina del Tribunal Constitucional). La Carta Magna, en su artículo 16 establece que el estado debe “garantizar la libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la Ley” y que “los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”
La expresión pública de nuestras opciones de pensamiento, de conciencia y de religión son, por tanto, un derecho que debe ser protegido, lo que no significa que no debamos tener en consideración el Artículo 9 de nuestra Constitución que establece que “corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social.”

No es posible en España, por tanto, hablar de laicidad en la sociedad, como propugnan muchos colectivos laicistas, pero sí de laicidad del Estado y sus instituciones. Los españoles deben poder expresar su religiosidad, o la ausencia de ella, en público con total libertad –en procesiones de Semana Santa, con la celebración del Corpus Christi o portando cualquier signo distintivo de sus religiones, desde el velo islámico o los hábitos de las monjas, a crucifijos o estrellas de David.

Sin embargo, las instituciones del Estado, que nos representan a todos y todas, deben evitar cualquier expresión de identificación con cualquier confesión, por mayoritaria que ésta sea. Deberían, por tanto, regularse los funerales de Estado, los crucifijos en dependencias públicas –incluidos los centros educativos–, la implicación en actos religiosos, en el ejercicio de su cargo, de cualquier representante público portando insignias o acatando más autoridad que la civil, la presencia del crucifijo y de la Biblia en la toma de juramento o promesa de los miembros del Gobierno o la rendición de honores a la Virgen del Pilar de la Guardia Civil, sólo por poner algunos ejemplos. Incluso, desde mi punto de vista, deberían limitarse los patronazgos de instituciones o, al menos, la celebración de los mismos –no parece justificado que en un Estado laico, un Ayuntamiento rinda honores a su patrona, lo que no significa que una localidad no pueda hacerlo como expresión pública de la religiosidad, amparada por la Constitución.

Por último, no debo dejar de exponer mi opinión, a la luz de la tesis que defiendo, sobre dos temas de importancia singular: la famosa casilla de la Declaración de la Renta o la revisión de los acuerdos con el Vaticano.

En el primer caso, parecería lo más lógico que el Gobierno estableciera una lista de instituciones a las que poder asignar la cuota correspondiente del IRPF, tratando en pie de igualdad a la distintas confesiones (católicos, mormones, judíos, cienciólogos, etc.), pero también a organizaciones que defiendan posiciones agnósticas, ateas o de libre examen, para no discriminar abiertamente a las personas que no profesan ninguna confesión.
En cuanto a los acuerdos con el Vaticano, que deberían ser objeto de un análisis pormenorizado que excede las posibilidades de este artículo, sí me atrevo a comentar sucintamente que, si bien son asumibles los postulados que garantizan la conservación del patrimonio histórico-artístico o las garantías de asistencia religiosa, deberían ser revisados los relativos a la enseñanza de religión católica y, particularmente, los que se refieren a la situación económica de los profesores de religión o a las distintas exenciones fiscales que disfruta la Iglesia Católica.

¿Y qué ocurre con el uso del burka? Realmente, en este caso, no estamos ante un conflicto sobre la laicidad del estado sino, simplemente, ante una toma de posiciones de cara a las próximas contiendas electorales… De lo que sí estoy convencido es de que la criminalización de la comunidad islámica, implícita en estas medidas, no va a aportar nada bueno a este debate sobre la laicidad del estado español.

En definitiva, cuando afrontamos esta cuestión no debemos hablar de la laicidad de la sociedad española, puesto que la sociedad es como es y cada persona, individual y colectivamente, tiene derecho a profesar y expresar sus creencias, o la ausencia de ellas. No es correcto, por tanto, hablar de una confesionalidad sociológica en España. Lo deseable sería, desde mi punto de vista, afrontar la laicidad exclusivamente como una característica del estado, que le permita ser autónomo e imparcial con cualquier confesión, sea o no mayoritaria. La laicidad debe ser una garantía, no una limitación. Una garantía de que el estado va a proveer de los mismos medios para el desarrollo de la libertad y la igualdad de todos los ciudadanos y ciudadanas, independientemente de la concepción metafísica de cada uno.

Por eso es tan importante huir de la defensa de la laicidad con argumentos de corte ateo o agnóstico o, lo que suele ser más frecuente, desde el anticlericalismo –de tanta tradición en nuestro país y tan justificado, a menudo, por otra parte.

La laicidad debe ser un valor que defendamos todos y todas porque es la única garantía de convivencia es una sociedad que camina indefectiblemente hacia el mestizaje y la multiculturalidad.

Después de desgranar toda esta serie de argumentos a favor de una laicidad inclusiva y tolerante, he querido dejar para el final el que creo que es el mejor argumento que he encontrado en defensa de la laicidad del Estado. Y no lo he encontrado ni en Rawls, ni en Otaola, ni en Voltaire, ni en Ortega… lo encontré en la Biblia, en el evangelio de San Mateo y dicho por el propio Jesús: “Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. Así sea.