martes, 9 de junio de 2009

EL CEREBRO MASÓNICO

Siempre me ha apasionado desentrañar los misterios de ese kilo y medio de células grises, como decía Hércules Poirot, contenidos en el cráneo y que me hacen ser yo: el cerebro.

He leído mucho sobre el cerebro y lo único que he conseguido es llegar a la conclusión de que sabemos muy poco sobre él, y de que gran parte de lo que durante años hemos creído saber, sencillamente es erróneo.

Uno de los mitos que existen en torno al funcionamiento del cerebro es, precisamente compararlo con un ordenador. Eso no es ninguna novedad, la gente siempre ha descrito el cerebro en comparación con las últimas tecnologías del momento, tanto si eso implicaba referirse a las máquinas de relojería, o a las de vapor, o a las centralitas telefónicas. Hoy la tentación natural es comparar al cerebro con un ordenador biológico (luego veremos que, irónicamente, esta forma de pensar no es más que una “trampa” urdida por el propio cerebro).

Pero los ordenadores son diseñados por ingenieros para que operen como una fábrica en la que las acciones tienen un lugar siguiendo un plan general con un orden lógico, mientras que el cerebro opera más bien como un restaurante chino en el que no queda una sola mesa libre: es caótico, falta espacio y la gente corretea de un lado para otro sin ningún propósito aparente; pero, de alguna manera, al final todo se acaba haciendo como es debido. Los ordenadores básicamente procesan la información de manera secuencial, mientras que el cerebro maneja múltiples canales de información en paralelo.

Cuando los informáticos se dispusieron a crear programas que imitaran las capacidades humanas, descubrieron que era relativamente fácil lograr que éstos se guiaran por reglas lógicas y llevaran a cabo complejos cálculos matemáticos, pero muy difícil conseguir, por ejemplo, que entendieran lo que estaban viendo en una imagen o supieran moverse por el mundo. Los mejores programas de ajedrez de hoy en día pueden vencer a un gran maestro, al menos en algunas ocasiones; pero cualquier crío normal le da mil vueltas a la hora de encontrar sentido al mundo visual.

Intentad resolver mentalmente este sencillo problema: “Un vino y una tapa cuestan 1,10 €. La tapa cuesta 1 € más que el vino ¿Cuánto cuesta la tapa?” ´No os preocupéis, la inmensa mayoría de la gente dirá que 1 euro, lo cual es intuitivo pero erróneo: la tapa cuesta 1,05 € y el vino, 5 céntimos.

Este sencillo experimento, formaba parte de la investigación que, para arrojar algo de luz en toda esta cuestión, llevaron a cabo Kahneman y Tversky. Estos dos científicos extrajeron la siguiente conclusión: la estructura de nuestro cerebro funciona mejor en operaciones analógicas, que en operaciones lógicas.

Veamos otro ejemplo, asociado al cálculo de probabilidades. Tirar una moneda al aire es un modelo clásico de probabilidad y es normal mantener la creencia errónea de que el hecho de que hayan salido varias caras seguidas hace más probable que en la próxima tirada salga una cruz. Pero ¿qué sabe la moneda? ¿Es que la moneda sabe cuántas veces ha salido un resultado u otro? La posibilidad de que salga cruz seguirá siendo del cincuenta por ciento, por mucho que nos cueste asimilarlo. Este error común se conoce como la “falacia del jugador” y es un ejemplo de cómo nuestro cerebro tampoco es demasiado bueno en el cálculo de probabilidades.

Nuestro cerebro tiene un mandato genético básico, conseguir que sobrevivamos a este mundo hostil en el que nos ha tocado vivir. Puesto que, a lo largo de siglos de evolución, a menudo hay que reaccionar con rapidez frente a emergencias y oportunidades, el cerebro se suele decantar por una respuesta improvisada, antes que por la clase de respuesta perfecta que requiere ser pensada con calma. Esto, sumado a que le mundo es complejo, significa que nuestro cerebro se ve obligado a tomar muchos atajos y a hacer muchas suposiciones. El cerebro se decanta por la rapidez e interpreta los acontecimientos basándose en reglas generales que son fáciles de aplicar y que, generalmente, no son lógicas.

Eso sí, es capaz de utilizar un enfoque lento y metódico, que es el adecuado para hacer operaciones matemáticas o resolver acertijos lógicos.

El psicólogo Daniel Kahneman ganó el Premio Nobel de Economía por estudiar estas reglas generales y cómo influyen sobre la conducta en la vida real (Amos Tversky, su colaborador desde hacía mucho tiempo, falleció sin poder compartir el galardón).

Ambos psicólogos demostraron con sus experimentos que los humanos no somos totalmente racionales en la toma de decisiones, además de malos estadísticos intuitivos. Kahneman y Tversky encontraron que no solemos emitir juicios o tomar decisiones siguiendo procedimientos totalmente racionales o estadísticos sino empleando los denominados heurísticos. Éstos constituyen una especie de “atajos cognitivos”, estrategias no formales para resolver problemas, que permiten la emisión de juicios. Es obvio que existen ventajas adaptativas en su empleo, como es la velocidad a la hora de tomar decisiones (imaginemos lo poco adaptativo que hubiera sido a nuestros antepasados, como a nosotros, el tomar una decisión o ejecutar una conducta calculando siempre probabilidades reales de peligro, por ejemplo, y haciendo un análisis totalmente racional de un fenómeno). Por otro lado, es cierto que muchas veces nos llevan a soluciones adecuadas y correctas. Sin embargo, dichos heurísticos son estrategias inexactas que pueden dar lugar a sesgos Si echamos un vistazo a nuestra memoria, su funcionamiento no puede ser más diferente del de, por ejemplo, un disco duro.

El heurístico de representatividad afirma que emitimos juicios de probabilidad basándonos en el parecido de una información concreta con el prototipo o, dicho de otro modo, en lo representativo que sea A respecto a B, en vez de hacerlo de acuerdo con las probabilidades reales. Un ejemplo de este heurístico aplicado a las pseudociencias es las llamadas medicinas alternativas: el pensar que “lo parecido cura lo parecido”, un postulado que no se sostienen a la luz de la evidencia científica. Como afirman Gilovich y Savitsky (1996), las medicinas antiguas están repletas de razonamientos “representativos”: el prescribir cuerno de rinoceronte para la impotencia, o pulmón de zorro para el asma.

El heurístico de accesibilidad consiste en que la emisión de juicios se ve afectada por aquella información que se encuentra más accesible en memoria, en vez de por las probabilidades reales de eventos. Este heurístico tiene cierta justificación ya que los sucesos más frecuentes son los que mejor se memorizan y mejor se recuperan. Pero adicionalmente tiene mucho que ver con el carácter selectivo de la memoria y es el causante del denominado sesgo confirmatorio: tendemos a buscar (y encontrar) evidencia que apoye nuestras creencias, teorías o hipótesis más allá de lo justificado por los datos reales y empíricos (Gilovich, 1997).

Este heurístico es de particular importancia a la hora de comprender lo malo que solemos ser a la hora de estimar sucesos que ocurren por puro azar. Nuestro cerebro busca continuamente patrones con significado, incluso donde no los hay. De nuevo, esta propiedad tiene un alto valor adaptativo pero, de nuevo, nos puede llevar a concepciones erróneas sobre la realidad. Debido al heurístico de accesibilidad y al carácter selectivo de la memoria, tendemos a encontrar relaciones significativas donde sólo hay pura casualidad. En general, sobrevaloramos aquellos sucesos que ocurren simultáneamente y que tienen una carga emocional.

Tomamos decisiones todos los días. Desde luego, algunas más trascendentes que otras. Podemos acertar o equivocarnos en cada una de ellas, pero nos gusta creer que cada decisión es el producto de un análisis objetivo, frío y racional. Como ya hemos visto, esto no puede ser más alejado de la realidad.

Para apoyar esta falacia, hemos construido un mundo que favorece la ausencia de emociones en la toma de decisiones. Desdeñamos las emociones porque las consideramos un estorbo, una especie de niebla que nos impide ver los hechos con claridad.

Las emociones son resultado de un conjunto de procesos fisiológicos, de cambios moleculares, que suceden en nuestro organismo. No podemos eliminar las emociones de nuestro cuerpo, forman parte de nuestra propia biología.

La forma en que nuestro cerebro percibe estos cambios es lo que llamamos sentimientos o sensaciones. Son esenciales para solucionar problemas que requieren creatividad o que deben elaborar y procesar grandes cantidades de información y, por lo tanto, nos ayudan a decidir.

La realidad es continua, pero nosotros la entendemos porque la fraccionamos, la categorizamos, inventamos conceptos opuestos y metemos todas las cosas en sus casillas: es nuestra forma de entender el mundo y, por otra parte, será difícil que alguna vez nuestro cerebro pueda operar de otro modo. Sin embargo, esos procedimientos (fraccionamiento, categorización, división en contrarios, etc.) sólo contribuyen a forjar ideas. Después, simplemente, nuestro cerebro se limita a llenar los huecos con lo que tenga más a mano en cada momento. Necesitamos tener unos recuerdos coherentes, aunque eso signifique que, sin darnos cuenta por supuesto, nuestro cerebro se invente los espacios que faltan.

Como podemos comprobar, nuestro cerebro es más analógico que lógico, funcionando por similitud, diferencia, proximidad, contraste, comodidad, etc. pero, generalmente, sin aplicar la lógica.

Las neuronas se asocian unas con otras en el cerebro para establecer conjuntos especializados que procesen las distintas informaciones. Este diseño ha sido llevado a cabo, por selección natural, para solucionar los problemas adaptativos a los que se enfrentaron nuestros ancestros.
Esta es la base de nuestras aptitudes naturales: nuestra habilidad para ver, para hablar, para enamorarnos, para temer las enfermedades, para orientarnos… entre otros muchos instintos que solemos obviar o asociar a conceptos como la razón o la cultura. Pero este punto de vista evolucionista en el estudio de la mente humana está en conflicto con las ideas tradicionales. Antes y después de Darwin la corriente principal que domina las ciencias sociales es bien diferente. Todo el contenido de la mente humana proviene de fuera, del entorno, de la sociedad; nuestro cerebro simplemente nos permite aprender, imitar, adquirir cultura. Nuestra mente es una pizarra en blanco donde la experiencia va dibujando lentamente todo su significado.

Steven Pinker, profesor de psicología en la Universidad de Harvard desarrolla en su libro “La Tabla Rasa”, todos estos conceptos evolucionistas para intentar encontrar el origen biológico de la naturaleza humana.

A mucha gente le molesta la idea de que la mente humana sea un producto de la evolución, porque no conduce hacia una visión de los humanos como genéticamente violentos y competitivos, muy lejos del “noble salvaje” de Rousseau.

La mayoría de los biólogos evolucionistas, sin embargo, creen que por ejemplo la capacidad de altruismo surgió por evolución en los seres humanos: porque si dos personas se hacen favores, entre ellos obtienen mejores resultados que si cada uno es egoísta.

Por tanto, la evolución también puede verse como la fuente del sentido moral y de las tendencias más buenas: la capacidad de amar, las emociones de la simpatía, la gratitud, la lealtad. Y todas estas emociones positivas son productos de la evolución, junto con el lado negativo de nuestra naturaleza.

Indudablemente el avance evolutivo de nuestra inteligencia, y en lo que nos distinguimos más claramente de los animales, se debe a la aparición de códigos simbólicos que permiten disponer de la realidad sin tenerla, e incluso de crearla sin más. El hombre crea el mundo y a la vez sus propias creaciones se le imponen como algo externo.

No está demostrada la forma en que nuestra mente genera conceptos, que después se traducen a lenguaje. Sin embargo, la hipótesis que se propone, siguiendo a diversos autores que integran lo que se ha denominado “semántica cognitiva” es que nos representamos, construimos o tenemos un mundo mediante modelos cognitivos (Aquí me han resultado particularmente interesantes los trabajos de George Lakoff, aunque también es recomendable atender a las investigaciones de M. Johnson y G. Fauconnier, entre otros).

El Modelo cognitivo es la estructura teórica más amplia que nos permitirá relacionar imagen y concepto, por un lado, comprender los conceptos y las categorías, por otro, y también integrar conceptos y categorías en el razonamiento.

Según Lakoff, los conceptos se almacenan en el cerebro como grabaciones dormidas. Cuando estas grabaciones se reactivan, pueden recrear la variedad de sensaciones y acciones asociadas con una entidad particular o una categoría de entidades. Una Taza de café, por ejemplo, puede evocar representaciones visuales y táctiles de su forma, textura, temperatura, junto con el olor y el sabor del café o la trayectoria que el brazo y la mano toman cuando conducen la taza a los labios. Todas estas representaciones son recreadas en distintas y separadas regiones del cerebro, pero su reconstrucción ocurre simultáneamente

Debe quedar claro que un concepto no es la palabra, ni tampoco la imagen que frecuentemente provoca. Un concepto o un esquema cognitivo reúnen una gran cantidad de elementos dispersos. En el caso de la taza de café desde su aroma, sabor o color, hasta los movimientos que realizamos con ella o las sensaciones que hemos asociado con tomar una taza de café. Además hay diversos tipos de conceptos y se producen también diversas formas de agruparlos.

Dada toda esta variedad y confusión, todas estas peculiaridades se engloban bajo otro concepto, el modelo cognitivo. Un modelo cognitivo es un patrón recurrente, una forma y una regularidad de las actividades de ordenamiento de las experiencias. Estos patrones surgen como estructuras significativas principalmente a partir de la forma en que experimentamos y percibimos el mundo (lo bueno es arriba, lo malo es abajo, etc.)

Su proceso de construcción, como vemos, procede de una estructura preconceptual que es de dos tipos:

  1. Existen estructuras de nivel básico, que son categorías definidas por la convergencia de nuestra percepción gestáltica, nuestra capacidad para el movimiento corporal y nuestra capacidad para formar ricas imágenes.
  2. Y estructuras esquemáticas de imágenes sinestésicas, esquemas de imágenes que constantemente aparecen en nuestra experiencia corporal cotidiana: continentes y relaciones, arriba-abajo, parte-todo, centro-periferia, etc.
El resto de nuestro sistema conceptual y categorial, eso que Aristóteles denominó abstracción, se forma mediante proyecciones metafóricas que toman como dominio de origen alguna de estas imágenes esquemáticas o categorías básicas, un dominio físico, para conformar un dominio destino, que es lo que quiere conceptualizar, un dominio de lo abstracto. También mediante proyecciones metonímicas desde categorías de nivel básico a otras subordinadas o superordinadas.

Todo nuestro conocimiento lo organizamos por medio de estas estructuras.

Para la mayoría de la gente, la metáfora es un recurso de la imaginación poética. Es más, la metáfora se contempla característicamente como un rasgo sólo del lenguaje, cosa de palabras, más que de pensamiento o acción. Lakoff, sin embargo, concluye que la metáfora, por el contrario, impregna la vida cotidiana. Es más, nuestro sistema conceptual ordinario, en término del cual pensamos y actuamos, es naturalmente de naturaleza metafórica.

Para Lakoff, además, es un caso claro que el poder de la metáfora puede también transformar la realidad, no sólo conceptualizarla.

Por ejemplo, una metáfora muy consolidada es la que establece que “una discusión es una guerra”. Podemos ganar o perder en las discusiones, vemos a la persona con la que discutimos como un oponente, atacamos sus posiciones y defendemos las nuestras, ganamos o perdemos terreno, planteamos y usamos estrategias… Pero tratemos de imaginar una cultura en la que las discusiones no se vieran en términos bélicos. Imaginemos que fuera vista, por ejemplo, como una danza, los participantes como bailarines, y en la cual el fin fuera ejecutarla de una manera equilibrada y estéticamente agradable. En esa cultura la gente consideraría las discusiones de manera diferente, las experimentaría de manera distinta, las llevaría a cabo de otro modo y hablaría acerca de ellas de otra manera.

Una metáfora, por tanto, puede ayudarnos a modificar nuestra conducta. Y esta es una de las bases del método masónico.

Como expresa Javier Otaola en su libro “Razón y sentido, la metáfora masónica”, «lo más característico de la Masonería, como método y como institución, es su estrecha identificación con la actividad constructora de la que saca sus símbolos, ritos y tradiciones. La Masonería, que se funda a sí misma en la conciencia arquetípica de la metáfora constructora que puede rastrearse en toda sociabilidad humana considera unidos por el mismo hilo conductor, por ejemplo, la construcción megalítica de Stonehenge, las Pirámides, el Partenón ateniense, el Templo de Jerusalén, la catedral de Reims, el Monasterio de El Escorial, el Parlamento y San Pablo de Londres, San Basilio de Moscú, San Pedro de Roma, la Torre Eiffel, el Guggenheim Museo…; cada una de esas obras merecerá una particular consideración cultural, religiosa, política y estética, pero todas ellas revelan esa condición constructora del ser humano, y definen, de alguna forma la espiritualidad de un lugar y de una época, obraron y obran conmoviendo a los seres humanos. En su construcción se hace patente la verdad de ese dicho masónico “cela que tu fais, te fait” (lo que tú haces, te hace) la acción sobre el mundo es también acción sobre mí, la “poiesis” es “autopoiesis”. Nuestra esencia se va construyendo, sobre, y a partir de nuestra existencia. »

Desde mi punto de vista, y a modo de conclusión, parece bastante claro que el funcionamiento básico de nuestro cerebro es analógico, que funciona mediante estructuras metafóricas que son capaces de condicionar nuestra forma de enfocar nuestras vidas y que, por lo tanto, parece bastante factible que un sistema simbólico como el masónico, que también se vale de otras prácticas fáciles de asimilar para nuestro cerebro, como son la imitación o la repetición, sea capaz de transformarnos y, por lo tanto, conseguir un fin iniciático.

Digamos que, mientras que otros sistemas de aprendizaje son lógicos y, por lo tanto complejos de asimilar, la Masonería es analógica y, por lo tanto, habla el mismo lenguaje que nuestro cerebro.

1 comentario:

Saki dijo...

Muy intersante la reflexión, halagado por la cita.

Un abrazo.

Javier Otaola